Texturas del miedo by Ignacio Cid Hermoso

Texturas del miedo by Ignacio Cid Hermoso

autor:Ignacio Cid Hermoso [Cid Hermoso, Ignacio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Terror
editor: ePubLibre
publicado: 2010-02-12T00:00:00+00:00


5. El vagón de terciopelo negro

Despegó los ojos con dificultad suprema, casi como si estuviera venciendo un peso físico para poder abrirlos. Le dolía la cabeza, y dio gracias a Dios por estar casi por completo a oscuras. Auscultó las tinieblas que le rodeaban y comprobó que no era la ausencia de luz lo que creaba esa sensación de opacidad, sino las paredes forradas de negro entre las que se encontraba confinado. También comprobó, con creciente angustia, que estaba atado, tumbado y desarmado. Atado de pies y manos, cada miembro en una esquina de lo que parecía una camilla de grandes proporciones y áspera textura.

Además, se estaba moviendo. El tren se había vuelto a poner en marcha y él estaba dentro de aquel horrible vagón. Estaba casi seguro de ello.

Apenas podía mover la lengua dentro de una boca que se le antojaba ajena, pastosa y ridículamente pequeña. Pensó que le habían drogado. Giró la cabeza y sus ojos se posaron como dos sacos de arena en las paredes del interior del recinto. Eran negras. Muy negras. Pero estaban recorridas por una suerte de serpenteante cenefa de un color violeta muy intenso. Una decoración extraña que se deslizaba por la negrura, dejando las paredes impregnadas de ese brillo amoratado, zigzagueando en toda clase de figuras geométricas e inquietantes dibujos. Había un par de lámparas de aceite en cada pared. Alain observó con el corazón contraído que las lámparas eran calaveras humanas, que despedían un tenue brillo amarillento a través de sus cuencas sin vida y de aquellas eternas sonrisas de cadáver.

Dios mío, ¿qué diablos es esto?, quiso decir Alain, pero la lengua de trapo se le trabó entre los dientes y no pudo arrancarla de su seca trampa.

Acto seguido bajó la cabeza y pudo atisbar entre las brumas de su semiinconsciencia —y de todo aquel montón de oscuridad física que lo atenazaba— lo que parecía ser otra camilla similar a la que sostenía su propio cuerpo.

Justo encima estaba atado su amigo Kenchuagh. El fuerte y noble indio Kenchuagh.

Alain intentó llamarlo, pero todo esfuerzo fue en vano. Tenía la cabeza girada hacia su posición y podía ver sus párpados, que estaban cerrados. Pero no estaba muerto. Respiraba con pesadez. Tampoco presentaba marcas aparentes de violencia en su piel, aunque alguien le había deshecho el moño de guerra. Kenchuagh lucía su larga y negra cabellera suelta a ambos lados del rostro.

Eso le produjo a Alain un nuevo escalofrío.

No obstante, lo que más le inquietaba y al mismo tiempo provocaba en él la horrible sensación de que jamás volvería a ver la luz del día era esa especie de manto vivo que se deslizaba y crepitaba bajo sus cuerpos, reptando de un modo asqueroso por toda la superficie de suelo que su vista cansada le permitía abarcar. Era un oleaje orgánico y negruzco, formado por queratinosos insectos nacidos en los nidos del Averno. Alain comprobó cómo varios de ellos intentaban trepar sobre el cuerpo rechoncho e inútil de otros tantos de su especie. Algunos



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